20 horas

En los veranos de mi infancia, mi madre, mis hermanos y yo, dejábamos la casa de 3 pisos y dos jardines donde vivíamos en el distrito de de San Miguel. Salíamos con maletas para el centro de Lima. Allí, cerca de la plaza Manco Cápac, mi madre nos llevaba por las agencias de buses de las diferentes compañías que en ese tiempo recorrían la carretera central: «TRANSMAR», «LEÓN DE HUÁNUCO» y otros nombres que ya he olvidado y otros muchos no sobrevivieron al pasar de los años.

El destino era Pucallpa, la ciudad de mis padres, de mis hermanos, mis tíos y la mayoría de mis primos. Tengo constancia de haber nacido en un hospital de Lima, pero mucho antes de que pudiese pararme sobre mis propias piernas, existen fotos mías, recostado sobre la cama de mi abuela en su casa en aquella ciudad.

Tengo recuerdos claros del viaje que hice en diciembre de 1992. El bus salió a las 4 de la tarde y todavía olía a las personas que hicieron el viaje anterior, nos sentamos, yo por ser el más chico de los 3 hermanos, siempre voy al lado de mi madre, no pasó mucho tiempo y caí en un sueño profundo, al despertar vi por la ventanilla que la ciudad quedó atrás, ya no hay más casas o avenidas, vamos por una carretera que sube y sube, y mientras subimos yo vuelvo a caer en otro sueño.

Mi madre me despierta; ya oscureció y es hora de bajar del bus para cenar . Me dice que estamos en La Oroya, una ciudad pequeña a más de 3500 metros sobre el nivel del mar, pero todo lo que veo es  un restaurante al lado de la carretera, un par de mesas con largas bancas donde vamos formando todos los pasajeros del bus, tiritando de un frío apenas soportable, yo empiezo a sentirme un poco mareado, pero no digo nada.

Cenamos alumbrados por las luces carretera, un aguadito, un cuarto de pollo a la brasa con papas fritas con chicha morada, mientras cenamos a toda prisa mi hermano mayor me propone que si me como el hígado de pollo de su aguadito como recompensa él me dará el «pellejito» de su pollo a la brasa, yo con una gran sonrisa acepto ya que ambos  me encantan, sin idea de lo poco que durarían en mi estómago.

Volvimos al bus y tan pronto se puse en marcha caí dormido otra vez, pero no tardé en despertar, con un mareo cada vez menos soportable, las curvas que atraviesa el bus a velocidad tampoco ayudó, entonces mi madre empezó un ritual tratando de prevenir o quizá retrasar el inevitable desenlace. De hecho, el ritual comenzó al subir al bus, unas pastillas para el soroche, «sorochepills» se llaman, supuestamente deben ayudar con los mareos, náuseas y dolores de cabeza. No fue hasta hace unos pocos años que descubrí que esas  pastillas en realidad agravan los síntomas, pero para entonces no lo sabía. Mi madre sacó unos chicles de menta de su bolso, mientras mascaba yo sentía la cabeza cada vez más ligera, mi lengua se iba adormeciendo y un sudor frío iba empañando mi frente. Entonces mi madre volvía a su bolso y sacó un ungüento de mentol, que colocó debajo de mi nariz mientras me secaba el sudor y trataba de calmarme.

En el bus, la temperatura subía y subía mientras la gente dormía incómodamente, el olor a sudor aumentaba y me hacía sentir cada vez más enfermo, aunque trataba de resistir con toda la paciencia que un niño de 5 años puede tener, debo decir que en este punto quería bajar de ese maldito bus que más que un bus parecía un sauna mal oliente y sucio. Fuera, el paisaje era desolado, para mí era un camino de tierra rodeado de oscuridad, pero las luces amarillentas de la carretera no me dejaban ver que en realidad la tierra de al rededor era nieve, de seguro éramos las primeras personas que pasábamos por aquel camino, pero mi madre me decía que seguramente por allí habían casas, chacras, y pequeños pueblos. Gente con una vida muy distinta a la ciudad de donde veníamos. Es extraño, pero hasta el día de hoy, en mi mente todos estos pueblos existen sólo de noche, ellos viven en una eterna oscuridad. Llegaron las arcadas, mi madre sacó por fin una bolsa plástica de su bolso, la cual seguramente había contenido alguna fruta comprada en la estación de bus, pero ella sabía bien que este sería su destino en este  punto del viaje. Vomité todo el aguadito con su pollo y su chicha, con la yapa de hígado y pellejito gracias a mi hermano mayor que dormía muy tranquilo en el asiento de atrás.

Cuando desperté ya no sentí malestar y entraba una tenue luz por la ventanilla, la vista era muy distinta; un paisaje de árboles y ríos, con los ríos puentes, con los puentes pequeños pueblos que todavía dormían, algunas personas bajaban del bus somnolientas, otras subían, algunos bajaban grandes paquetes del bus, todos yendo de ida o de vuelta a sus vidas. 

El calor aumentaba con el pasar de las horas, sobraban las casacas con las que pasamos por la sierra, entonces mi madre sacó un polo limpio de su bolso, para que me cambie el que llevaba puesto, que estaba sudado y con restos de lo que una vez fue aguadito, o tal vez pollo.

Después de más de 20 horas de viaje llegábamos a la Pucallpa, con las piernas entumecidas y el culo cuadrado de tantas horas sentados, respirando un aire húmedo y polvoriento, tan caliente que parecía abrasar los pulmones, pero, para mí, esa sigue siendo una señal que he llegado a la tierra de mis padres, de mis hermanos, mis tíos y la mayoría de mis primos, a 20 horas en bus de la casa donde viví mi infancia en Lima siempre está ese hogar para mí.